Estrés y emociones negativas
El estrés nos activa y al estar más activados se facilitan las reacciones emocionales negativas, especialmente la ansiedad, aunque a veces también la ira y, en menor medida y a más largo plazo, la tristeza-depresión.
Si estamos estresados, estamos más activados y es más probable que desarrollemos más sesgos o errores cognitivos, como por ejemplo que anticipemos un resultado negativo magnificado (que producirá ansiedad), o estemos más irritables por cansancio y resulte más fácil que nos enfademos (ira). Así, el estrés tiende a ir acompañado de reacciones emocionales negativas, pero también a veces positivas, si estamos comprometidos con lo que hacemos.
En ocasiones tenemos reacciones emocionales negativas de cierta intensidad que nos amargan la vida, sin que exista una verdadera situación que las justifique. Nos suele pasar más cuando estamos más estresados. Al estar más activados centramos más nuestra atención en las amenazas, las pérdidas, el daño que nos hacen los demás, etc., lo que provoca emociones negativas (ansiedad, tristeza, ira). Además, tendemos a magnificar las valoraciones cognitivas que hacemos sobre estos temas, con lo que se incrementa la intensidad de estas reacciones emocionales.
Por ello es bueno conocer algunas técnicas cognitivas que nos pueden ayudar a observar a qué prestamos demasiada atención, qué magnificamos, o cómo nos amargamos la vida innecesariamente, así como a corregir estos problemas.
En definitiva, cuando trabajamos más o estamos más agotado tendemos a prestar más atención a los desencadenantes de las reacciones emocionales negativas (amenaza, daño, pérdida), así como a interpretarlos de manera que les damos demasiada importancia, por lo que tendemos a desarrollar mayores reacciones de emocionalidad negativa, con niveles más altos de ansiedad, ira y tristeza.
De hecho, una forma indirecta de medir el grado de estrés que experimenta una persona consiste en medir su nivel en estas emociones negativas, evaluando la frecuencia o la intensidad con la que sufre dichas reacciones.
En la fase inicial del estrés, el que surjan reacciones emocionales de ansiedad se debe a que la situación no sólo nos desborda nuestra capacidad de afrontamiento, sino que además presenta alguna amenaza para nuestros intereses. Pero esta reacción de ansiedad en principio suele ayudar a una mejor adaptación, mientras que en una fase avanzada o crónica del estrés, la ansiedad adquiere tintes patológicos.
La ansiedad es una reacción emocional que también nos activa y nos pone en alerta, como el estrés, que es un proceso más general (que se produce en cualquier situación que no somos capaces de afrontar si no nos activamos previamente, aunque no tenga consecuencias amenazantes, como sucede con las situaciones que producen ansiedad).
Este proceso de activación producido por el estrés e incrementado y diversificado por la ansiedad, en un primer momento, suele provocar un patrón de atención centrado en el problema (no en la propia reacción de ansiedad), con anticipaciones constructivas que intentan resolver dicho problema. Se trata de un estado de tensión controlada ante la situación que preocupa, que lleva a anticipar la posibilidad de que ocurra un resultado negativo. Eso suele ser bueno, en un principio. Gracias a ese mecanismo de activación, mantendremos este estado de atención centrada en el problema que nos activará y descansaremos menos mientras dure el proceso. La ansiedad no nos lo permitirá, enseguida comenzaremos a pensar, a anticipar, notar actividad y estado de alerta. Trabajar por la solución al problema se convierte en la mejor manera de aprovechar ese nerviosismo que se está desarrollando, esos recursos que estamos generando, precisamente para ponerlos en marcha y resolver el problema.
Pero si este proceso se prolonga demasiado tiempo, si esta intranquilidad empieza a ser excesiva, si se perpetúa y centra toda nuestra atención en los síntomas de esa inquietud, se iniciaría un círculo vicioso, o una espiral cada vez más grande. Centrar la atención en los nervios, en los síntomas de ansiedad, crea más ansiedad; pero esto es lo que ocupa una gran parte de nuestra atención cuando estamos muy nerviosos y estresados. Por otro lado, la atención es un recurso limitado, que si lo empleamos en atender las preocupaciones por la ansiedad, resta capacidad para atender a la posible solución del problema. De manera que se pone en marcha una espiral en la que la ansiedad ya no es adaptativa, si no que se convierte en patológica y puede causar más problemas que soluciones, e incluso puede ocasionar trastornos de muy diversa consideración, como el ataque de pánico, o crisis de ansiedad, que podría degenerar después en otros trastornos como la perpetuación de los ataques de pánico (trastorno de pánico), la agorafobia o la depresión.
Algo similar sucede en ambas fases del proceso de estrés con respecto al estado de ánimo y la tristeza. En la fase inicial, o cuando el estrés es más positivo (ayuda más a la adaptación), el estado de ánimo que se vive es alto, positivo, alegre, con una elevada moral y optimismo, así como una fuerte actividad dirigida a afrontar la situación que genera el estrés.
Pero en la fase avanzada del proceso de estrés se puede pasar a la tristeza, el estado de ánimo bajo, la pérdida de actividad (activación conductual), e incluso se puede terminar en el desánimo, la desesperanza y la indefensión, momento en el que nos sentiremos superados por todos los acontecimientos que nos rodean. De ahí se podría llegar a la depresión, especialmente si ya uno cuenta en su haber con una serie de factores de riesgo, como falta de apoyo social, escasa autoestima, estilo atribucional erróneo (como por ejemplo, echarse las culpas de los resultados negativos, con atribuciones de causalidad no controlables), o haber padecido otros episodios depresivos con anterioridad. En la depresión, la actividad cognitiva sufre una serie de sesgos de interpretación (todo es negativo y se magnifica como muy negativo), de la atención (focalizada en los acontecimientos negativos, como las pérdidas, los fracasos, la frustración), de la memoria (toda nuestra biografía pasada es un conjunto de fracasos, no recordamos nada positivo), de la forma de atribuir causalidad (las causas de los fracasos suelen ser de tipo interno, estable y global; por ejemplo, todo el fracaso es por nuestra culpa, porque todo lo hacemos mal siempre).