Estrés y rendimiento
El estrés es un proceso universal de adaptación a las demandas del ambiente, por el cual los animales y las plantas se activan ante un problema o cambio importante, a fin de dar una mejor respuesta a dichas demandas. Cuando hace frío, calor, cuando tenemos que trabajar diez horas sin descanso, cuando surge cualquier contratiempo o ante un evento vital (muerte separación, despido, desastre natural, catástrofe, etc.), tenemos que movilizar diferentes recursos para adaptarnos a nuevas demandas, por lo que experimentamos una serie de cambios o reacciones a nivel corporal o físico, mental o cognitivo, así como en nuestra conducta. Estos cambios inicialmente se caracterizan por la activación, aceleración de funciones, o puesta en marcha de nuevos recursos, al mismo tiempo que otros que no son necesarios en el momento se postergan temporalmente, con el fin de tratar de buscar una solución o un nuevo equilibrio.
Este proceso de activación lógicamente guarda una relación curvilínea, en forma de U invertida, con el rendimiento en tareas de alguna complejidad. Es la conocida ley de Yerkes-Dodson de principios del siglo XX. Con bajos niveles de activación, el individuo no está preparado para rendir; con niveles muy elevados, tiende a saturarse, agotarse y cometer más errores; mientras que con niveles medios de activación se consiguen los resultados óptimos en rendimiento. Véase la figura sobre Relaciones entre activación y rendimiento. Recuérdese también la figura del síndrome general de adaptación de Selye.
En un principio, cuando estamos iniciando el proceso de estrés, nuestra actividad cognitiva funciona cada vez más rápido, de manera que el rendimiento va mejorando a medida que nos activamos más. En el primer momento, cuando el estrés y la activación son bajos, el rendimiento es menor; y no alcanza su nivel óptimo hasta que tenemos un nivel medio de estrés. En ese punto rendimos más y cometemos menos errores.
Sin embargo, si continúan aumentando el estrés y la activación por encima del nivel medio, cometeremos más errores, porque perderemos parte del control sobre la actividad cognitiva que antes teníamos. A su vez, el cometer más errores, nos puede llevar a fijar nuestra atención en ellos (al considerarlos un problema, una amenaza), lo que conducirá a reaccionar con mayor activación ante esta situación, y cometer aún más errores.
Algunas personas son muy perfeccionistas e intolerantes con sus errores, pudiendo sufrir más errores si se obsesionan con ellos. Se trataría de personas con una elevada ansiedad de evaluación (ansiedad ante situaciones en las que se sienten examinadas), por lo que tendrían altos niveles de activación fisiológica, nerviosismo, o preocupación en situaciones tales como entrevistas, exámenes, hablar en público, cuando su trabajo es supervisado, o después de haber cometido algún error. Estas personas pueden llegar a aprender a bloquearse en situaciones de evaluación, con el consiguiente aumento de errores y disminución del rendimiento.
Una correcta profilaxis del control de nuestros errores nos debería llevar a tener en cuenta que para reaccionar adaptativamente a nuestros propios errores debemos respetar dos principios básicos del aprendizaje: premiarnos por lo que hemos hecho bien (ley del refuerzo) y simplemente corregir (sin culpas, sin reproches, sin otros castigos) lo que hemos hecho mal.
Actuando de esta manera, en futuras ocasiones similares habría progreso: tenderíamos a repetir lo que ya hicimos bien (por haber sido reforzado) y podríamos corregir los errores del pasado, sin la influencia de las emociones negativas (ansiedad, culpa, vergüenza) que produce el castigo. La ley del refuerzo es clara: debemos premiar los aciertos, pues lo que se refuerza o premia tiende a repetirse con mayor frecuencia. Con el castigo intentamos suprimir las conductas no deseadas, pero el castigo tiene efectos secundarios no deseados de tipo emocional: suele producir emociones negativas, como la ansiedad, la ira o la tristeza, la persona castigada se siente mal, puede no centrar su atención en corregir el problema, sino en las emociones negativas que experimenta, puede desarrollar hostilidad en lugar de arrepentimiento, etc.
Por el contrario, si tras un error no nos premiamos por el esfuerzo realizado y nos limitamos a exigirnos más, a castigarnos con reproches (con frases que nos decimos para aumentar la vergüenza, la culpa, o la ansiedad), entonces, no estaremos reaccionando adaptativamente a los errores.
En este caso, es probable que cuando nos volvamos a enfrentar en el futuro con una situación similar, empeoremos y cometamos más errores, en lugar de mejorar.
La ansiedad, el nerviosismo, producido por los errores puede llevar a una persona a desarrollar un fuerte sesgo atencional centrado en los errores, la culpa o la ansiedad. Los sesgos cognitivos en las personas ansiosas suelen generar inexactitudes en el procesamiento de información.
El sesgo atencional consiste en la atención preferente hacia estímulos indicadores de peligro o amenaza potencial. Así, la persona que se equivoca centra cada vez más su atención en los errores. El sesgo interpretativo lleva a esa persona a considerar sus errores como imperdonables. Ambos sesgos aumentan la ansiedad cada vez más y con ella la probabilidad de cometer más errores. A la larga, la persona que ha aprendido a desarrollar más ansiedad y más errores se percibe con una baja autoeficacia para volver a enfrentarse a la misma tarea, aprende a sentirse inseguro.
En consecuencia, es desafortunado fijarse mucho en las faltas y desatar reproches o culpas por ellas; tanto en los errores propios como en los ajenos. Si lo hacemos así, estaríamos aumentando el estrés. Si queremos disminuir los errores debemos ser más flexibles, menos rígidos con ellos. Nos ayudará el recordar que "equivocarse es de sabios" y prestar la atención justa a lo que hemos hecho mal, con espíritu constructivo y con el ánimo de corregir en el futuro. Esto ayudará a ir aumentando la autoeficacia percibida para realizar la tarea, lo que será útil también para disminuir la ansiedad ante la misma.
Las personas perfeccionistas dedican mucho tiempo a revisar si existen errores en el trabajo que se ha realizado de una manera pulcra. Con ello ganan un poquito más en eficacia (poco, porque son personas eficaces ya de por sí); pero pierden en eficiencia, porque invierten mucho tiempo en un proyecto que ya está acabado y con muy pocos errores. Algunas personas perfeccionistas caen incluso, en algunas etapas de su vida, en una epidemia de errores, en una espiral creciente que tiende a aumentar la ansiedad y los errores, perdiendo por lo tanto también eficacia y bienestar.
En otro orden de cosas, cabe señalar que el estrés crónico o el estrés traumático muy intenso no sólo pueden producir emocionalidad negativa, enfermedades físicas y trastornos mentales, sino que tienden a producir bloqueos, problemas de concentración, de memoria, falta de creatividad, disminución de la emocionalidad positiva y bajo rendimiento.
En general, todo proceso de estrés que vaya conduciendo progresivamente al agotamiento, el insomnio (que potencia el agotamiento) y el mal gasto de los pocos recursos existentes (como, por ejemplo, prestar mucha atención a los problemas, a la activación fisiológica, a la ansiedad, etc.), conduce a problemas cognitivos, como la falta de concentración, que hacen aumentar los errores. Si, además, surgen problemas de consumo de sustancias (alcohol, tranquilizantes, etc.), los problemas cognitivos, los errores, los accidentes y los problemas de rendimiento se multiplicarán.